El mundo está cambiando deprisa y nos plantea muchos desafíos a los que hemos de dar respuesta por el bien de las generaciones actuales y venideras: la desigualdad y desempleo, el cambio climático, la cuestión de la diversidad, la tecnología, el modelo de empresa y el ruido incesante en el que vivimos, entre muchos otros. Para dar solución a estos retos, para poder vivir en un mundo tan cambiante que genera una desorientación extrema, hay una solución fundamental: la educación.
La educación debe prepararnos para enfrentar estos retos, pero debe ir más allá, puesto que no debe olvidar nuestra naturaleza humana. Por supuesto, nos debe preparar para adquirir los conocimientos y las capacidades que nos permitan trabajar en el siglo XXI, pero no podemos olvidar que el hombre es mucho más que un mero productor y que tiene el derecho a lograr su mejor versión incluso en un entorno tan cambiante e incierto.
Para ello, la educación nos debe ayudar a fortalecer aquello que nos hace humanos y que nos lleva a florecer, a lograr una vida bien vivida. La psicología, la filosofía, la ética, la neurociencia, la bilogía y otros campos del saber nos dan muchas pistas sobre cómo lograrlo. Así, los seres humanos tenemos una serie de elementos que forman parte de nuestro ADN (como la empatía, la colaboración, la creatividad, la capacidad de aprender, la libertad de elección, etc.). Y, por otro lado, necesitamos una serie de ingredientes para ser felices y florecer (tener un propósito, relaciones positivas, desarrollar consciencia, resiliencia, etc.). Además, no podemos olvidar las dimensiones que nos configuran: la intelectual, la espiritual, la social y relacional, la mentar e intelectual y la física.
La verdadera educación debe ayudarnos a ser más humanos y, al mismo tiempo, a estar más preparados para el siglo XXI. Hagamos una educación que nos ayude a florecer.