Roldán Hervás, José Manuel; Sayas Abengoechea, Juan José
El conocimiento de la Historia Antigua de España es de obligado estudio en los planes de estudio españoles. Las historias nacionales son parte de la Historia Universal. Sin embargo, al proponer como objeto de estudio los hechos generales de la historia de un país, se corre el riesgo de buscar propósitos patrióticos que resalten las hazañas gloriosas de sus gentes. Así los objetivos históricos de la investigación histórica pueden solaparse con intenciones patrióticas subyacentes y proyectar de manera artificial la realidad presenta hacia el pasado, sin tener en cuenta que los límites del páis cambian y que es la conciencia de unidad voluntariamente aceptada la que unifcia y cohersiona el país. La propia denominación de Historia Antigua de España, en cuya composición entran los términos Antigüedad y España, es ya de por sí cuestionable porque responde a realidades muy distintas difícilmente conciliables entre sí, aunque solo sea porque en la época considerada como «antigua» no hay un territorio políticamente definido que pudiera corresponder con el concepto actual de España. Entendida en sentido político-administrativo, la denominación romana de Hispania comprendía territorios más amplios o restringidos, según el momento histórico considerado. De ahí que hayamos titulado el tomo con el nombre de Hispania, un concepto que los romanos, a partir de experiencias anteriores de púnicos y griegos, fueron conformando territorialmente hasta hacer de él un ente político-administrativo concreto y preciso, que dejan en herencia al Estado visigodo, cuya historia abre las puertas de la Edad Media. Este concepto si, como se ha dicho, por un lado, desborda los límites del actual Estado español, al incluir Portugal, parte del norte de Marruecos y la colonia inglesa de Gibraltar, por otro, deja de considerar, como es el caso de la Comunidad Canaria, una parte esencial de su territorio. Y si estos límites territoriales se prestan a controversia, no dejan de estarlo menos los temporales. Los romanos, que dan el nombre de Hispania a una entidad territorial, en parte desconocida, extendida al conjunto de la península ibérica, son deudores de los colonizadores púnicos y griegos que, mucho antes, ya habían captado el carácter específico del territorio peninsular al denominarlo con el nombre de Iberia. Este espacio geográfico no estaba vacío. Lo habitaban comunidades humanas, que, a través de numerosos influjos multiseculares, tanto del medio físico y del ambiente espiritual y cultural en el que se desenvolvieron como de influencias exteriores traídas por gentes foráneas, fueron modelando los rasgos fundamentales que los individualizaron como comunidades étnicas y culturales propias. Por ello, el necesario punto de partida no puede ser otro que la contemplación de estas comunidades, sobre las que incidirán los pueblos colonizadores y, por último, Roma, cuando ya han configurado unos límites precisos y unos rasgos propios que el Estado romano vendrá a destruir en un proceso de homogeneización o «romanización». Si, durante el Calcolítico y la Edad del Bronce, a lo largo del III y II milenios a. C., las distintas comunidades prehistóricas peninsulares implantan los embriones de su posterior diversidad étnica y cultural, no hay duda de que son, desde los inicios del I milenio, los estímulos, tanto de pueblos colonizadores procedentes del Mediterráneo oriental ?fenicios y griegos? como de influjos culturales y humanos celtas, los elementos determinantes en la formación de los pueblos hispanos tal y como los conocen las fuentes clásicas que los documentan. Será, por ello, la colonización púnica y griega en la Península y la descripción de las etnias y pueblos hispanos en el umbral de su confrontación con Roma el punto de partida de una historia que, desde finales del siglo III a. C., se desarrollará, sin solución de continuidad, bajo la sombra del Estado romano. Es esta la historia de Hispania, la primera entidad política que incluye en su marco ?y a veces lo desborda? todo el territorio peninsular, como parte de una realidad superior, el Estado romano. Su final lógico solo puede ser, por consiguiente, el propio final del Imperio romano, sujeto, a su vez, a no pocas controversias. Tradicionalmente, los historiadores de la España Antigua ponen el punto final de su objeto de análisis en las invasiones bárbaras de comienzos del siglo V, que se convierten así en el capítulo inicial de las historias de la España medieval. Pero, durante la mayor parte del siglo V no solo existe todavía un Imperio romano, bien que agonizante, sino que parte de la Península sigue formando parte de este Imperio, hasta el año 476, cuando el hérulo Odoacro firme su certificado de defunción. Por otra parte, el reino visigodo, que tradicionalmente abre la Alta Edad Media hispana, bascula en el siglo V en confrontación dialéctica con el Imperio romano de Occidente. Solo cuando los visigodos se retiran tras los Pirineos, comienza la gestación de la España visigoda, que culminará en los reinados de Leovigildo y Recaredo. Por ello, los años finales del V parecen un punto de cesura plausible para la España antigua. Se ofrece es en esta síntesis un panorama completo del período acotado bajo estas premisas ?comienzos del siglo VI a. C. a finales del V d. C.?, con la descripción de los hechos políticos en armonía con las realidades socioeconómicas y culturales en las que se insertan, sin dejar de tener presente que, durante la mayor parte del período tratado, la Península es parte de una entidad superior, el Imperio romano y solo en el marco de la historia de Roma pueden entenderse. Y acompañamos el texto con una serie de materiales de apoyo ?síntesis cronológica, repertorio de fuentes y glosario de términos? para facilitar su comprensión. Como manual universitario de iniciación es de utilidad para introducir al estudiante en una época sin cuyo conocimiento quedaría incompleta la esencia misma de nuestra propia historia.